Me falla la memoria
Por: Maria Paula Mejía. Estudiante de Comunicación Social — Periodismo y Trabajo Social.
A veces no recuerdo sacar las llaves de mi casa antes de salir, a veces se me olvida asistir a alguna reunión importante, guardar un archivo en el computador o incluso olvido qué he comido durante el día, sin embargo, siempre recuerdo el nombre de mis mascotas, el de mis papás y también mi fecha de nacimiento; son cosas que nunca, por nada del mundo podría olvidar.
Al igual que en Cien Años de Soledad, cuando en Macondo todos comienzan a olvidar las cosas y dejan papelitos que les recuerdan qué es y para qué sirve cada objeto, yo también dejo papelitos por doquier, algunos con fechas, otros con descripción de algún evento y otros incluso con nombres de personas que probablemente vaya a olvidar; a veces pienso si mi falta de memoria se debe a algún problema de demencia o si es simple consecuencia de mi capacidad casi nula de concentración.
Según la OMS, en el mundo hay 47 millones de personas que padecen demencia y cada año se registran 9,9 millones casos nuevos. Este diagnóstico puede ser producto de muchas fallas cerebrales, sin embargo, más de la mitad de los pacientes consultan por primera vez con un síntoma en común: pérdida frecuente de la memoria.
La Asociación Colombiana de Neurología (ACN), afirmó que para 2020, en Colombia, se atenderán 260 mil pacientes diagnosticados con demencia, que al igual que las estadísticas a nivel mundial, demuestran que más de un 60% de los pacientes consultan por primera vez teniendo síntomas de pérdida de la memoria.
El olvido frecuente de lo que nos pasa no siempre es, como en mi caso, producto de la falta de concentración; esto en muchas ocasiones, sobre todo en personas mayores de 50 años, puede ser en inicio de una extraña enfermedad que se devora lentamente el cerebro, una de la cual aún no se sabe el origen ni tampoco la cura, una que cuando fue descrita a comienzos del siglo pasado olvidaron ponerle un buen nombre, entonces decidieron que lo más fácil sería nombrarla con el apellido del médico que había hecho el estudio; Alois Alzheimer.
Desde el Antiguo Egipto se han podido encontrar descripciones de posibles pacientes con Alzheimer, sin embargo, quienes se encargaban de la salud en este tiempo no consideraban aún la existencia de enfermedades cerebrales, entonces quienes padecían la enfermedad eran clasificados como personas dementes o poseídas por espíritus malignos.
No fue sino hasta finales del siglo II a.C cuando Areteo de Capadocia comenzó a diferenciar el nivel de gravedad de las enfermedades relacionadas con la mente, clasificando la demencia como una enfermedad crónica, cuya principal característica era la incapacidad médica de revertirla.
Areteo tenía razón, el Alzheimer es un tipo de demencia irreversible, sin embargo cuando es diagnosticado en su primera fase, llamada Alzheimer preclínico, se pueden realizar trabajos cognitivos intensos que permiten que el deterioro sea más lento.
Según la OMS, en el mundo se reporta un nuevo caso de demencia cada 4 minutos, la tía Teresita fue uno de esos casos que no hace parte de las estadísticas mundiales, ella nunca tuvo un tratamiento médico, sin embargo, al igual que todos los pacientes con Alzheimer se olvidó hasta de caminar. Su Alzheimer llegó hasta la última etapa, una que es conocida como demencia senil, donde las personas llegan a tal punto de inconsciencia que necesitan de un cuidador y ayuda para realizar actividades tan básicas como comer, moverse, e incluso tragar.
Yo agradezco profundamente a la vida por permitirme recordar muchos detalles de mi infancia, pero a veces pienso que recordar algunas leves imágenes de la tía Teresita no resulta tan agradable. Pasaba días enteros en su cama, no podía hablar, solo sonreía y trataba siempre de mirar a los ojos, como intentando decir “acá estoy”. Marta, una de sus hijas recuerda cómo los primeros días de su enfermedad seguía su vida con normalidad, hasta que poco a poco fue avanzando su pérdida de la memoria y olvidó por completo lo que le pasaba y nunca supo que lo que le tenía era que tenía Alzheimer y que lo que pasaba era que su cerebro estaba dejando de recordar.
No es extraño que la tía no fuera consciente de lo que le pasaba, pues según Francisco Lopera, uno de los médicos colombianos que ha dedicado su vida a estudiar la pérdida de la memoria, una de las características de la enfermedad es que quien la padece no es consciente de su estado.
La tía pasó ocho años reducida en una cama, necesitando alguien que hiciera las funciones de sus pies, de sus manos y también su voz; su cuerpo no soportó más el deterioro y dejó de funcionar por completo.
El Alzheimer es una de las enfermedades más costosas para el sistema de salud de Colombia, así lo explicó la médica y neuróloga, Yuri Takeuchi, apuntando que entre las posibles explicaciones están la fragmentación del sistema de seguridad social concentrada en la atención, la debilidad de las políticas de planeación del estado como ente rector del sistema, y los costos que representa para el país atender a los miles de pacientes que son diagnosticados. Además, el costo se hace mayor cuando el cuidado de una persona con la enfermedad requiere un cuidador de tiempo completo y por el progresivo deterioro del cerebro, se va haciendo necesaria atención médica especializada no solo a las funciones cerebrales, sino también al resto de órganos del cuerpo, que con el paso del tiempo van perdiendo también su funcionalidad.
Para mí, nadie define mejor las funciones cerebrales que el escritor argentino Hernán Casciari, cuando en su cuento Acordarse y Olvidarse describe cómo el cerebro tiene un espacio limitado y cada vez que adquirimos una nueva información, algo que ya no necesitamos se va al olvido, algo que es previamente seleccionado por su bajo nivel de importancia en nuestro presente, al igual que Hernán, suelo seleccionar muy bien lo que olvido y tengo muy presente que nunca, por nada del mundo puedo eliminar recuerdos al azar.
Sin embargo, creo que eso solo sucede en los cerebros de quienes no padecemos Alzheimer, pues una vez la enfermedad se comienza a desarrollar, pasa lo que tanto me repito a diario “no olvidar recuerdos al azar”, “no olvidar fechas importantes” “no olvidar el nombre de mis papás ni los de las mascotas”; porque quienes padecen la enfermedad pierden el poder de decisión sobre sus recuerdos y así, progresivamente sobre su vida y también su cuerpo.
Según en un artículo publicado por Consultorsalud Colombia, Antioquia es el departamento del país como más casos anuales de Alzheimer, en su último registro, en 2018, el departamento había reportado 94 casos nuevos.
Este dato no es pura casualidad; pues luego de muchos años de investigación por parte de la Universidad de Antioquia y el Hospital San Vicente de Paúl, en un proyecto liderado por el médico Francisco Lopera, se logró identificar que en el norte del departamento, específicamente en los municipios de Yarumal y Belmira existe una mutación genética que hace que el Alzheimer sea adquirido de forma hereditaria por las personas provenientes de un grupo de ancestros en común.
Aunque no es normal que esta enfermedad se adquiera de forma heredada, la población del norte de Antioquia ha sido considerada única en el mundo, pues luego de la larga investigación, se lograron establecer una serie de patrones que responden a personas jóvenes que por sus genes son portadores de la enfermedad; estos patrones permiten una detección temprana del Alzheimer y además, que se realicen una serie de ejercicios cognitivos que disminuyen los efectos de la enfermedad durante sus tres etapas.
La investigación dio a conocer las características específicas del Alzheimer hereditario o familiar, siendo la más notoria, que su aparición es mucho más ligera que la de la enfermedad en casos esporádicos, es decir, se puede detectar antes de los 65 años. La tía Teresita comenzó a olvidarse de todo antes de los 70 años, al igual que sus hermanas Margarita, Laura y Bernarda y aunque todas ellas, al igual que mis abuelos, mi mamá y yo, nacimos en el norte del departamento es improbable que el Alzheimer de mi familia sea hereditario.
Y es acá, donde yo, de manera selectiva he decidido recuperar de la papelera de mis recuerdos otra de las historias de mi infancia.
Para mí siempre fue muy extraño que cada que íbamos a visitar a la tía Margarita nos tocaba decirle cómo nos llamábamos y quiénes éramos, yo creía que si nos veíamos tanto ella podría recordar nuestros nombres, así como yo recordaba su casa vieja de tapias que ocupaba una cuadra entera; visitarla era una tradición, yo siempre pensaba que ella debía estar loca o bueno, que se hacía cuando llegábamos de visita.
La tía Margarita vivía con su hermana Adelaida y también con Esperanza, una señora casi más vieja que ella que se encargaba de cuidarla y de sacarla a tomar el sol como si fuera una planta. Mi mamá decía que cuando la tía era joven había estado en un convento y que su comunidad religiosa se quebró entonces la tía volvió a la casa y era una religiosa sin comunidad. Su cuerpo era muy extraño, tenía unas piernas gordas y con muchas venitas moradas que escondía bajo una bata ancha de algodón con dibujitos de flores, su barriga se salía por todos los lados y tenía muchos pelos en la cara, como si las canas se le hubieran desbordado.
Su Alzheimer no fue tan agresivo como el de su hermana Teresita, incluso no alcanzó a llevar la enfermedad hasta la última etapa, sin embargo, su proceso fue muy diferente, Margarita nunca tuvo hijos ni nadie que pudiera encargarse de su cuidado día y noche, por eso, cuando comenzó a necesitar ayuda de alguien más, entre sus hermanos decidieron llevarla a un hogar geriátrico, donde pasó, como muchos de los pacientes de Alzheimer, rodeada de desconocidos que si saber nada de su historia, se encargaron de protegerla y acompañarla hasta que su cerebro no recordó nada y su corazón dejó de latir.
Cuando al comienzo de esta historia me refería a Cien Años de Soledad, pensé si en realidad García Márquez adivinaba su futuro y era consciente que iba a morir padeciendo Alzheimer y que al igual que en su libro, necesitaría ayuda para recordar casi todo. Él, al igual que el expresidente de Estados Unidos Ronald Reagan, el expresidente de Colombia Virgilio Barco, el icónico futbolista argentino José Luis Brown y el director de televisión William Hanna, padecieron hasta el final de sus días esta enfermedad que se apoderó no solo de devorar poco a poco sus recuerdos, sino también de llevarlos a un estado de dependencia casi que total de alguien más.
Describir la vida de una persona con Alzheimer es adentrarse en un mundo de momentos inciertos, creo que el trabajo de acompañar a quienes padecen la enfermedad es una tarea de valientes, es un trabajo arduo y que implica más que fuerza física, muchísimo amor y dedicación.
Entender el proceso es una tarea que nadie ha logrado transmitir de una mejor manera que el cantante de salsa Victor Manuelle, que cuando su padre se encontraba en la última etapa de la enfermedad, decidió escribir una canción reviviendo lo que pasa cuando un padre deja de recordar quién es.
“Sin querer entró en un mundo Donde no hay penas ni glorias
Cada paso que va dando Va borrando una memoria
Veo que el árbol de su vida Poco a poco se deshoja
Y aquel roble que era fuerte Con los años se desploma”
El Alzheimer es una enfermedad desalmada, agresiva y sobre todo muy egoísta. Nos arrebata lo que somos: nuestra historia; nos regresa a nuestra infancia, pero no precisamente a los juegos y la diversión, sino a la incapacidad de comunicarnos y a necesitar de los otros para recordar siempre quienes somos y porqué estamos aquí.